Tres errores que cometemos al relacionar inteligencia y éxito

Superado cierto umbral de cociente intelectual, son mucho más importantes las habilidades de gestión emocional o nuestra determinación

Rubén Montenegro
La inteligencia fascina. Muchos padres desean que sus hijos tengan cocientes intelectuales altos y hay empresas que todavía seleccionan a sus candidatos en base a diagnósticos de este tipo. Nos equivocamos. El cociente intelectual no garantiza el éxito y, mucho menos, en entornos complejos como los actuales, tal y como demuestran un sinfín de investigaciones. Veamos cuáles son las creencias populares más extendidas y cómo acaban con ellas los estudios.

Primera creencia errónea: el cociente intelectual (CI) lleva aparejado el éxito. El primer estudio que desmonta esta correlación de ideas lo llevó a cabo Lewis Terman, profesor de la Universidad de Stanford, en 1921. Terman se obsesionó con identificar y registrar la evolución de los niños más inteligentes en Estados Unidos. Revisó los expedientes de 250.000 alumnos de primaria y secundaria y seleccionó a los 1.470 con mayor CI. En algunos casos superaban los 200 puntos. Para hacernos una idea del potencial intelectual debemos recordar que la estimación de la inteligencia de Einstein se marca en torno a 160. Terman denominó al grupo de alumnos como Los termitas porque, en teoría, iban a comerse el mundo. Sin embargo, los resultados no fueron los esperados.

Tras décadas de seguimiento minucioso a sus termitas, que recogió en sus libros Estudios genéticos del genio, Terman comprobó que los niños, ya adultos, no habían obtenido la notoriedad pública esperada ni habían realizado aportaciones significativas a la sociedad. Es cierto que entre ellos había dos jueces de tribunales superiores, algún funcionario prominente, empresarios de cierto éxito… pero la mayoría tenían carreras normales y algunos, incluso, habían fracasado. El nivel de vida de Los termitas era alto, pero no tan tanto como cabía esperarse. Es más, parece que, si hubiese escogido a 1.470 niños de manera aleatoria, estos hubiesen alcanzado resultados similares. Por tanto, un cociente intelectual muy elevado no garantiza el éxito. Aquí es donde se abre la ventana de oportunidad para la mayoría de nosotros, que no llegamos ni por asomo a los 200 puntos de CI.

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La segunda creencia errónea es pensar que el cociente intelectual es fijo. Creemos que jugamos a la ruleta cuando nacemos. La bolita cae en un número y de ahí no nos movemos. Curiosamente, fue el creador del concepto de CI, Alfred Binet, quien a principios del siglo XX recibió un encargo del Gobierno francés para evaluar la capacidad de aprendizaje de los niños. Las autoridades estaban alarmadas por el enorme fracaso escolar. Binet realizó este trabajo en colaboración con otros expertos y su conclusión fue clara: el cociente intelectual cambia y varía con el tiempo. Depende de la educación y de otra serie de actitudes. Sin embargo, años después el patrón se estandarizó y caímos en el error de convertirlo en el juego de la ruleta genética. Décadas más tarde se ha comprobado que la mentalidad de crecimiento o las habilidades de los profesores y educadores influyen en las puntuaciones. Evidentemente, no parece que se pueda duplicar, pero el cociente intelectual puede variar a lo largo del tiempo.

Tercera creencia errónea: el cociente intelectual es suficiente para alcanzar un éxito significativo. La felicidad no depende de la inteligencia, pero sí parece que para lograr determinados objetivos relevantes hay que tener un mínimo de CI. La media de la población está en 100 puntos, pero para destacar, distintos autores sugieren superar el umbral de 120. Otros sitúan el listón por debajo, como describe maravillosamente Malcol Gladwell en su libro Fuera de serie. Como vemos, el CI no garantiza el éxito significativo, que depende más de otros factores como la creatividad, la inteligencia emocional o la capacidad de gestionar las emociones que popularizó el psicólogo estadounidense Daniel Goleman.

El éxito también depende de nuestras habilidades para encontrar soluciones prácticas a los problemas del día a día, como propuso José Antonio Marina con su inteligencia ejecutiva; o de la fuerza de la determinación, que hace que una persona no ceje en su empeño. En resumen, superado cierto umbral en el CI, para tener éxito en la vida son mucho más importantes las habilidades de gestión emocional, de nuestras fortalezas o nuestra determinación que la propia inteligencia. Los logros extraordinarios obedecen menos al talento que a la oportunidad.

El País

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